¡ES UN PAJARO, ES UN AVIÓN!
NORMAN SPINRAD
NORMAN SPINRAD
El doctor Félix Funck puso torpemente una nueva cinta en la grabadora que tenía escondida en el cajón central de su mesa mientras la voluptuosa señorita Jones introducía a un nuevo paciente. El doctor Funck contempló con anhelo a la señorita Jones, cuya corta bata blanca de enfermera dejaba adivinar su contenido de la manera más efectiva sin revelar ninguno de los detalles más íntimos e interesantes. Si la visión de rayos X fuera realmente posible y no parte del maldito síndrome...
«¡Domínate, Funck, domínate!», se dijo Félix Funck por decimoséptima vez aquel mismo día.
Suspiró, se resignó, y dijo al joven de aspecto serio que la señorita Jones había llevado a su despacho:
—Por favor, siéntese, señor...
—¡Kent, doctor! —repuso el joven, sentándose cuidadosamente en el borde de un sillón demasiado relleno enfrente del escritorio de Funck—. ¡Clark Kent!
El doctor Funck hizo una mueca, y después sonrió débilmente.
—¿Por qué no? —dijo, examinando el aspecto del joven. El joven llevaba un arcaico traje azul cruzado y gafas de montura de acero. Su cabello era de un azul acerado—. Dígame..., señor Kent, ¿por casualidad sabe dónde se encuentra?
—¡Desde luego, doctor! —repuso vivamente Clark Kent—. ¡Estoy en un gran hospital mental público de la ciudad de Nueva York!
—Muy bien, señor Kent. Y ¿sabe usted por qué está aquí?
—¡Creo que sí, doctor Funck! —contestó Clark Kent—. ¡Sufro de amnesia parcial! ¡No recuerdo cómo ni cuándo vine a Nueva York!
—¿Quiere decir que no recuerda su vida pasada? —preguntó el doctor Félix Funck.
—¡Claro que no, doctor! —dijo Clark Kent—. ¡Me acuerdo de todo hasta hace tres días, cuando me encontré súbitamente en Nueva York! ¡Y me acuerdo de los últimos tres días aquí! ¡Pero no me acuerdo de cómo llegué!
—Así pues, ¿dónde vivía antes de encontrarse en Nueva York, señor Kent?
—¡En Metrópolis! —respondió Clark Kent—. ¡Eso lo recuerdo muy bien! ¡Soy periodista del Daily Planet de Metrópolis! Es decir, ¡lo soy si el señor White no me ha echado por no presentarme en tres días! ¡Debe usted ayudarme, doctor Funck! ¡Tengo que regresar inmediatamente a Metrópolis!
—Bueno, lo único que tiene que hacer es coger el próximo avión —sugirió el doctor Funck.
—¡No parece haber ningún vuelo de Nueva York a Metrópolis! —exclamó Clark Kent—. ¡Tampoco hay autobuses ni trenes! ¡Ni siquiera pude encontrar un ejemplar del Daily Planet en el quiosco de Times Square! ¡Ni siquiera puedo acordarme de dónde está Metrópolis! ¡Es como si alguna fuerza maligna hubiera borrado todo rastro de Metrópolis de la faz de la Tierra! ¡Este es mi problema, doctor Funck! ¡Tengo que regresar a Metrópolis, pero no sé cómo!
—Dígame, señor Kent —dijo lentamente Funck—, ¿por qué es tan imperativo que regrese inmediatamente a Metrópolis?
—Bueno..., uh..., ¡está mi empleo! —repuso Clark Kent con desasosiego—. ¡Perry White debe de estar furioso a estas alturas! ¡Y está mi chica, Lois Lane! ¡Bueno, quizá no lo sea todavía, pero lo será!
El doctor Félix Funck esbozó una sonrisa de conspirador.
—¿No hay alguna razón más apremiante, señor Kent? —preguntó—. ¿Algo que tenga que ver con su identidad secreta?
—¿Identidad secreta? —balbuceó Clark Kent—. ¡No sé de qué está usted hablando, doctor Funck!
—¡Oh, vamos, Clark! —dijo Félix Funck—. Hay mucha gente que tiene identidades secretas. Yo mismo tengo una. Dígame cuál es la suya, y yo le revelaré la mía. Puede confiar en mí, Clark. El juramento de Hipócrates, y todo eso. Su secreto está a salvo conmigo.
—¿Secreto? ¿De qué secreto está hablando?
—¡Vamos, vamos, señor Kent! —apremió Funck—. Si quiere que le ayude, tendrá que jugar limpio conmigo. No me creo toda esa palabrería humilde y suave de periodista. Sé quién es usted en realidad, señor Kent.
—¡Soy Clark Kent, periodista humilde y suave del Daily Planet de Metrópolis! —insistió Clark Kent.
El doctor Félix Funck metió la mano en un cajón de la mesa y extrajo un pequeño trozo de roca cubierta con pintura verde.
—¡Usted es, en realidad, Supermán —exclamó—, más rápido que una bala, más fuerte que una locomotora, capaz de saltar altos edificios de un solo brinco! ¿Sabe qué es esto? —chilló, lanzando la roca verde a la cara del desventurado Clark Kent—. ¡Es kriptonita, eso es lo que es, auténtica kriptonita, inspeccionada por el gobierno! ¿Qué me dice de eso, Supermán?
Clark Kent, que en realidad es el Hombre de Acero, trató de decir algo, pero antes de que pudiera articular sonido alguno, perdió el conocimiento.
El doctor Félix Funck se inclinó por encima de la mesa y desabrochó la camisa de Clark Kent. Como era de esperar, debajo de su ropa de calle, Kent llevaba un mono de lana teñido de azul y carcomido por las polillas, sobre cuya parte delantera había sido cosida una «S» de tela burda y desigual.
—Un caso clásico... —murmuró para sí el doctor Funck—. Como sacado de un libro de texto. Incluso ha perdido sus poderes imaginarios cuando le he enseñado la falsa kriptonita. ¡Otro trabajo para Supersiquiatra!
«¡Domínate, Funck, domínate!», volvió a decirse el doctor Félix Funck.
Meneando la cabeza, tocó el timbre para llamar a los enfermeros.
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