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  • Stanislaw Lem. Fragmento de "Diarios de las estrellas, viajes y memorias"

    Como comenté en otro hilo, éste es un fragmento de Lem que me gusta especialmente. A ver qué os parece.
    ...Al cabo de tres semanas, advertí un planeta parecido a Satellina como dos gotas de agua; el corazón me latía con fuerza mientras daba vueltas a su alrededor en una espiral cada vez más estrecha, esforzando la vista para encontrar el aeropuerto; pero fue en vano: no estaba en ninguna parte. Quería ya alejarme al espacio cósmico cuando me di cuenta de que alguien diminuto me hacía señales desde el suelo. Apagué el motor, bajé en vuelo planeado y posé el vehículo cerca de un pintoresco grupo de rocas en cuya cima se elevaba un edificio de piedra tallada, bastante grande. A mi encuentro venía corriendo por el campo un anciano de alta estatura, vestido con el hábito blanco de los monjes dominicos. Era, como supe más tarde, el padre Lacimón, superior de todas las misiones establecidas en las constelaciones vecinas en un radio de seiscientos años luz. En aquella región se cuentan cinco millones de planetas más o menos, entre los cuales hay dos millones cuatrocientos mil habitados. El padre Lacimón, al enterarse de la causa de mi llegada, me expresó su condolencia y al mismo tiempo su alegría, ya que, como me dijo llevaba siete meses sin ver a un hombre.

    -Me habitué tanto a las costumbres de los meodracitas que habitan este planeta -dijo- que a menudo me sorprendo a mí mismo en un error ridículo: cuando quiero escuchar con atención, levanto los brazos como ellos (todos saben que los meodracitas tienen las orejas en las axilas).

    El superior de las misiones era un hombre de una hospitalidad exquisita; me invitó a una comida compuesta de especialidades locales (piglotas en jalea, drumbios asados y, para postre, las mejores crismas del mundo); nos acomodamos luego en la terraza de la casa misional. El sol lila nos calentaba deliciosamente, los pterodáctilos, numerosísimos en el planeta, cantaban en los arbustos; todo era paz y quietud. En medio de aquel silencio, el anciano superior de los dominicos empezó a sincerarse conmigo contándome sus problemas; se quejaba de las dificultades del trabajo misionero en aquellas regiones.

    Así, por ejemplo, los quintilianos, habitantes de la bochornosa Antilena, tan frioleros que tiritaban de frío a 600 grados Celsius, no querían ni oír hablar del paraíso; en cambio las descripciones del infierno despertaban en ellos un interés muy vivo a causa de las condiciones favorables (pez hirviente, llamas), que reinaban allí. Además, no se sabía quién podía ingresar en el estado sacerdotal, ya que se distinguían entre ellos cinco sexos: era un problema arduo para los teólogos.

    Dije que lo lamentaba; el padre Lácimón se encogió de hombros:

    -Ah, hay cosas peores. Los bzutos, por ejemplo, consideran que la resurrección es un acto tan corriente como ponerse un traje y no hay manera que la reconozcan como un milagro. Los dartrudos de Egilia no tienen brazos ni piernas; podrían santiguarse solamente con colas, pero yo no puedo tomar, solo, una decisión tan importante. Estoy esperando una contestación de la Sede Apostólica desde hace dos años, pero el Vaticano guarda silencio... ¡Y lo del pobre padre Oribacio, de nuestra misión! ¿Ha oído hablar de su cruel destino?

    Dije que no sabía nada.

    -Escuche, pues. Ya los primeros descubridores de Urtama no tenían palabras de elogio para sus habitantes, los poderosos memnogos. Todos están convencidos de que esos seres racionales pertenecen a las criaturas, más serviciales, dulces, bondadosas y llenas de altruismo de todo el Cosmos. En la esperanza de que la semilla de la fe brotaría felizmente en esta clase de gleba, mandamos a los memnogos al padre Oribacio, investido de la dignidad de obispo 'in partibus infidelium'. Los memnogos le recibieron en Urtama con una hospitalidad ejemplar: le rodearon de atenciones casi maternales, le respetaban, obedecían a cada palabra suya, adivinaban sus intenciones y cumplían todos sus deseos, parecían absorber sus enseñanzas con anhelo; en una palabra, se le entregaron por entero. Las cartas que el pobrecito me escribía rebosaban de alabanzas y de satisfacción por su corportamiento...

    Aquí el padre dominico se secó una lágrima con la manga del hábito.
    A mi amigo, a quien todo debo.

  • #2
    -En una atmósfera tan favorable, el padre Oribacio no cesaba de predicar dia y noche sobre los principios de la fe. Después de explicar a los memnogos la historia del Viejo y del Nuevo Testamento, el Apocalipsis y las Cartas de los Apóstoles pasó a las vidas de los mártires del Señor. Pobre, éste fue siempre su tema predilecto...

    Sobreponiéndose a la emoción que le embargaba, el padre Lacimón siguió hablando en voz trémula:

    -Les narró, pues, la vida de San Juan, que logró la luz eterna por ser hervido en aceite, la de Santa Agueda, que se dejó cortar la cabeza por la fe, la de San Sebastián, que acribillado de flechas, sufrió crueles tormentos y en recompensa fue recibido en el Paraíso por los coros angélicos; les habló de los jóvenes mártires que sufrieron el tormento de descuartizadón, estrangulamiento, la rueda y la pira, soportándolo todo en éxtasis con la seguridad de ganarse un sitial a la diestra del Señor de las huestes celestiales. Cuando les había relatado la historia de muchas vidas parecidas, dignas de ser imitadas, los memnogos, todo oídos, empezaron a mirarse de soslayo; el mayor de ellos preguntó tímidamente:

    -Reverendo sacerdote nuestro, maestro y padre venerable, si el atrevimiento de tus indignos servidores no es demasiado grande, dinos, te rogamos, si el alma de todo hombre dispuesto a sufrir martirio va al cielo.

    -Indudablemente, si, hijo mío -repuso el padre Oribacio.

    -¿Ah, si? Muy bien... -dijo lentamente el memnogo-. ¿Y tú, padre venerado, deseas ir al cielo?

    -Es mi más ferviente deseo, hijo mío.

    -¿Deseas también ser santo? -siguió preguntando el memnogo.

    -Hijo amado, ¿quién no lo quisiera? Pero yo, un pobre pecador, no puede soñar siquiera con una dignidad tan elevada. Para conseguirlo hay que emplear todas las fuerzas del espíritu y toda la humildad del corazón...

    -Pero tú quieres ser santo, ¿no es verdad? -volvió a asegurarse el mayor de los memnogos, echando una mirada significativa a sus compañeros, que ya se levantaban disimuladamente de sus asientos.

    -Claro que si, hijo mío.

    -¡En tal caso, nosotros te ayudaremos!

    -¿De qué manera, amados míos? -sonrió el padre Oribacio, conmovido por el ingenuo celo de su fiel rebaño.

    Entonces los memnogos lo cogieron suavemente pero con firmeza por los brazos y dijeron:

    -¡De la manera, querido padre, que tú mismo nos enseñaste!

    Acto seguido le despellejaron la espalda y se la untaron con pez, al igual que el verdugo de Irlanda hiciera con San Jacinto; luego le cortaron la pierna izquierda como los paganos a San Pafnucio, le abrieron el vientre y se lo rellenaron con un haz de paja igual que le pasó a la beata Elisabeth de Normandía, después de lo cual lo empalaron como los emalquitas a San Hugo, le rompieron las costillas como los tiracusanos a San Enrique de Padua, y le quemaron a fuego lento como los borgoñones a la Doncella de Orleáns.

    Después descansaron un ratito, se lavaron y empezaron a verter lágrimas amargas por su pastor amadísimo perdido para siempre. Los encontré así, desesperados, al pasar por su parroquia durante mi visita a todas las estrellas de la diócesis. Cuando me dijeron lo que habían hecho, se me pusieron los pelos de punta. Al colmo del desespero, grité:

    -¡Indignos criminales! ¡El mismo infierno es poco para vosotros! ¿Sabéis que condenasteis vuestras almas para la eternidad?

    -¡Oh, si -contestaron sollozando-, lo sabemos!

    Aquel memnogo tan grande se puso en pie y me dijo:

    -Venerable padre, sabemos que seremos condenados y atormentados hasta el fin del mundo: tuvimos que luchar desesperadamente con nuestra propia conciencia antes de tomar aquella decisión, pero el padre Oribacio nos decía siempre que no había cosa que un buen cristiano no hiciera por su prójimo, que había que dárselo todo y estar preparado para todo. Así que renunciamos con desesperación a nuestra salvación, deseando solamente que nuestro amadisimo pastor tuviera la corona de mártir y la santidad. No puedes imaginar qué difícil fue para nosotros, ya que antes de la llegada del padre Oribacio nadie aquí era capaz de matar una mosca. Le suplicamos, pues, repetidas veces, le pedimos de rodillas que cediera un poco y suavizara la dureza de las obligaciones del creyente, pero él afirmaba que por el prójimo se debía hacer todo, sin excepciones. Nos convencimos finalmente de que no podíamos negarle nada. Comprendíamos igualmente que éramos muy poca cosa en comparación con aquel santo varón y que merecía nuestros mayores sacrificios. Creemos firmemente que nuestro acto tuvo éxito y que el padre Oribacio mora ahora en el cielo. Aquí tienes, padre venerable, la bolsa con la cantidad que hemos reunido para su proceso de canonización, porque él nos había explicado que así se hacía y que era imprescindible. Debo decirte que sólo le hemos aplicado sus torturas preferidas, las que nos describía con mayor entusiasmo. Confiábamos que le serían gratas; sin embargo, él se resistía, y lo que menos le gustó fue tragar el plomo hirviente. En cualquier caso, no quisimos admitir que el sacerdote nos decía una cosa, pensando otra. Sus gritos no podían ser más que una señal de descontento de unas partículas bajas y corporales de su ser, así que no le hicimos caso, conforme a sus enseñanzas de que había que rebajar el cuerpo para enaltecer el espíritu. En el afán de animarle, le recordamos los principios que nos inculcaba, a lo que el padre Oribacio contestó con una sola palabra, desconocida e incomprensible para nosotros; seguimos sin entenderla, porque no la hemos encontrado ni en los libros de oraciones que nos había regalado ni en las Santas Escrituras.


    (Stanislaw Lem, fragmento del “Viaje vigésimosegundo”, de “Diarios de las estrellas, viajes y memorias”)

    ¿Cuál sería esa última palabra? Yo creo que empezaba por "cabr..."
    A mi amigo, a quien todo debo.

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