Como comenté en otro hilo, éste es un fragmento de Lem que me gusta especialmente. A ver qué os parece.
...Al cabo de tres semanas, advertí un planeta parecido a Satellina como dos gotas de agua; el corazón me latía con fuerza mientras daba vueltas a su alrededor en una espiral cada vez más estrecha, esforzando la vista para encontrar el aeropuerto; pero fue en vano: no estaba en ninguna parte. Quería ya alejarme al espacio cósmico cuando me di cuenta de que alguien diminuto me hacía señales desde el suelo. Apagué el motor, bajé en vuelo planeado y posé el vehículo cerca de un pintoresco grupo de rocas en cuya cima se elevaba un edificio de piedra tallada, bastante grande. A mi encuentro venía corriendo por el campo un anciano de alta estatura, vestido con el hábito blanco de los monjes dominicos. Era, como supe más tarde, el padre Lacimón, superior de todas las misiones establecidas en las constelaciones vecinas en un radio de seiscientos años luz. En aquella región se cuentan cinco millones de planetas más o menos, entre los cuales hay dos millones cuatrocientos mil habitados. El padre Lacimón, al enterarse de la causa de mi llegada, me expresó su condolencia y al mismo tiempo su alegría, ya que, como me dijo llevaba siete meses sin ver a un hombre.
-Me habitué tanto a las costumbres de los meodracitas que habitan este planeta -dijo- que a menudo me sorprendo a mí mismo en un error ridículo: cuando quiero escuchar con atención, levanto los brazos como ellos (todos saben que los meodracitas tienen las orejas en las axilas).
El superior de las misiones era un hombre de una hospitalidad exquisita; me invitó a una comida compuesta de especialidades locales (piglotas en jalea, drumbios asados y, para postre, las mejores crismas del mundo); nos acomodamos luego en la terraza de la casa misional. El sol lila nos calentaba deliciosamente, los pterodáctilos, numerosísimos en el planeta, cantaban en los arbustos; todo era paz y quietud. En medio de aquel silencio, el anciano superior de los dominicos empezó a sincerarse conmigo contándome sus problemas; se quejaba de las dificultades del trabajo misionero en aquellas regiones.
Así, por ejemplo, los quintilianos, habitantes de la bochornosa Antilena, tan frioleros que tiritaban de frío a 600 grados Celsius, no querían ni oír hablar del paraíso; en cambio las descripciones del infierno despertaban en ellos un interés muy vivo a causa de las condiciones favorables (pez hirviente, llamas), que reinaban allí. Además, no se sabía quién podía ingresar en el estado sacerdotal, ya que se distinguían entre ellos cinco sexos: era un problema arduo para los teólogos.
Dije que lo lamentaba; el padre Lácimón se encogió de hombros:
-Ah, hay cosas peores. Los bzutos, por ejemplo, consideran que la resurrección es un acto tan corriente como ponerse un traje y no hay manera que la reconozcan como un milagro. Los dartrudos de Egilia no tienen brazos ni piernas; podrían santiguarse solamente con colas, pero yo no puedo tomar, solo, una decisión tan importante. Estoy esperando una contestación de la Sede Apostólica desde hace dos años, pero el Vaticano guarda silencio... ¡Y lo del pobre padre Oribacio, de nuestra misión! ¿Ha oído hablar de su cruel destino?
Dije que no sabía nada.
-Escuche, pues. Ya los primeros descubridores de Urtama no tenían palabras de elogio para sus habitantes, los poderosos memnogos. Todos están convencidos de que esos seres racionales pertenecen a las criaturas, más serviciales, dulces, bondadosas y llenas de altruismo de todo el Cosmos. En la esperanza de que la semilla de la fe brotaría felizmente en esta clase de gleba, mandamos a los memnogos al padre Oribacio, investido de la dignidad de obispo 'in partibus infidelium'. Los memnogos le recibieron en Urtama con una hospitalidad ejemplar: le rodearon de atenciones casi maternales, le respetaban, obedecían a cada palabra suya, adivinaban sus intenciones y cumplían todos sus deseos, parecían absorber sus enseñanzas con anhelo; en una palabra, se le entregaron por entero. Las cartas que el pobrecito me escribía rebosaban de alabanzas y de satisfacción por su corportamiento...
Aquí el padre dominico se secó una lágrima con la manga del hábito.
...Al cabo de tres semanas, advertí un planeta parecido a Satellina como dos gotas de agua; el corazón me latía con fuerza mientras daba vueltas a su alrededor en una espiral cada vez más estrecha, esforzando la vista para encontrar el aeropuerto; pero fue en vano: no estaba en ninguna parte. Quería ya alejarme al espacio cósmico cuando me di cuenta de que alguien diminuto me hacía señales desde el suelo. Apagué el motor, bajé en vuelo planeado y posé el vehículo cerca de un pintoresco grupo de rocas en cuya cima se elevaba un edificio de piedra tallada, bastante grande. A mi encuentro venía corriendo por el campo un anciano de alta estatura, vestido con el hábito blanco de los monjes dominicos. Era, como supe más tarde, el padre Lacimón, superior de todas las misiones establecidas en las constelaciones vecinas en un radio de seiscientos años luz. En aquella región se cuentan cinco millones de planetas más o menos, entre los cuales hay dos millones cuatrocientos mil habitados. El padre Lacimón, al enterarse de la causa de mi llegada, me expresó su condolencia y al mismo tiempo su alegría, ya que, como me dijo llevaba siete meses sin ver a un hombre.
-Me habitué tanto a las costumbres de los meodracitas que habitan este planeta -dijo- que a menudo me sorprendo a mí mismo en un error ridículo: cuando quiero escuchar con atención, levanto los brazos como ellos (todos saben que los meodracitas tienen las orejas en las axilas).
El superior de las misiones era un hombre de una hospitalidad exquisita; me invitó a una comida compuesta de especialidades locales (piglotas en jalea, drumbios asados y, para postre, las mejores crismas del mundo); nos acomodamos luego en la terraza de la casa misional. El sol lila nos calentaba deliciosamente, los pterodáctilos, numerosísimos en el planeta, cantaban en los arbustos; todo era paz y quietud. En medio de aquel silencio, el anciano superior de los dominicos empezó a sincerarse conmigo contándome sus problemas; se quejaba de las dificultades del trabajo misionero en aquellas regiones.
Así, por ejemplo, los quintilianos, habitantes de la bochornosa Antilena, tan frioleros que tiritaban de frío a 600 grados Celsius, no querían ni oír hablar del paraíso; en cambio las descripciones del infierno despertaban en ellos un interés muy vivo a causa de las condiciones favorables (pez hirviente, llamas), que reinaban allí. Además, no se sabía quién podía ingresar en el estado sacerdotal, ya que se distinguían entre ellos cinco sexos: era un problema arduo para los teólogos.
Dije que lo lamentaba; el padre Lácimón se encogió de hombros:
-Ah, hay cosas peores. Los bzutos, por ejemplo, consideran que la resurrección es un acto tan corriente como ponerse un traje y no hay manera que la reconozcan como un milagro. Los dartrudos de Egilia no tienen brazos ni piernas; podrían santiguarse solamente con colas, pero yo no puedo tomar, solo, una decisión tan importante. Estoy esperando una contestación de la Sede Apostólica desde hace dos años, pero el Vaticano guarda silencio... ¡Y lo del pobre padre Oribacio, de nuestra misión! ¿Ha oído hablar de su cruel destino?
Dije que no sabía nada.
-Escuche, pues. Ya los primeros descubridores de Urtama no tenían palabras de elogio para sus habitantes, los poderosos memnogos. Todos están convencidos de que esos seres racionales pertenecen a las criaturas, más serviciales, dulces, bondadosas y llenas de altruismo de todo el Cosmos. En la esperanza de que la semilla de la fe brotaría felizmente en esta clase de gleba, mandamos a los memnogos al padre Oribacio, investido de la dignidad de obispo 'in partibus infidelium'. Los memnogos le recibieron en Urtama con una hospitalidad ejemplar: le rodearon de atenciones casi maternales, le respetaban, obedecían a cada palabra suya, adivinaban sus intenciones y cumplían todos sus deseos, parecían absorber sus enseñanzas con anhelo; en una palabra, se le entregaron por entero. Las cartas que el pobrecito me escribía rebosaban de alabanzas y de satisfacción por su corportamiento...
Aquí el padre dominico se secó una lágrima con la manga del hábito.
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