Sin ser machista (o eso espero) opino que existe realmente una cierta incapacidad femenina para llevar a cabo de modo óptimo o al menos sobresaliente una amplia gama de actividades artísticas o intelectuales, de la dirección de orquesta y el soplado de tuba o trombón de varas a la arquitectura y la poesía épica en hexámetros. Enemigo jurado como soy del determinismo biológico y de las muy chatas y reaccionarias interpretaciones genetistas o sociodarwinistas de estos oscuros fenómenos humanos, confieso que no logro hallar tampoco a su respecto otras explicaciones alternativas del todo satisfactorias. Por lo que supongo que para mí seguirá siendo un inextricable misterio el hecho de que una cultura como, por ejemplo, la anglosajona, plagada de mujeres novelistas de primerísima magnitud, como las hermanas Brontë, Virgina Woolf o mi dilecta George Eliot, carezca en cambio de alguna figura femenina clásica destacable en composición musical.
Digo esto porque, en cambio, contrariamente a la opinión manifestada por tanto listorro de cátedra y tanto personaje macho egregio [verbi gratia, don Immanuel Kant, según el cual la probabilidad de que las damas pudieran “preocupar sus lindas cabecitas (sic!) con la geometría” era más o menos equivalente a la de que les creciera barba], y pese a la estúpida, empecinada y fortísima oposición masculina que tuvieron que enfrentar las mujeres en este terreno a lo largo de los siglos, el cultivo femenino de la matemática, aunque cuantitativamente muy inferior al masculino, ha sido siempre en verdad muy persistente y valioso.
Desde la pitagórica Teano (siglo VI a. n. e.) y la legendaria Hipatia de Alejandría (tasajeada viva con caracolas y luego descuartizado su cuerpo por las fervorosas mesnadas cristianas discípulas de San Cirilo en el siglo IV), los nombres de estas mujeres son escasamente conocidos. He aquí unos pocos: Émilie du Châtelet (1706-1749), Maria Agnesi (1718-1799), Sophie Germain (1776-1831), Mary Somerville (1780-1872), Ada Lovelace (1815-1852), Sofía (Sonia) Kovalévskaia o Kovalevsky (1850-91), &c. La aproximación a la biografía de este último personaje, la voluntariosa Sonia o Sofía Kovalévskia, que es quizá la más dotada de todas estas matemáticas, proporciona una muy vívida y cruda idea de lo que supone perseguir apasionadamente una vocación intelectual arrostrando infinidad de barreras sociales casi infranqueables.
El hecho cierto es que en este ámbito, como escribe Simon Singh, “la discriminación institucionalizada contra las mujeres persistió inamovible hasta el siglo XX, cuando a Emmy Noether se le denegó [a poco de empezar la Guerra Europea, en 1915] un puesto como profesora en la Universdad de Gotinga”. Y eso, pese a su evidente valía y a que el mismísimo Albert Einstein había descrito a esta alemana como “el genio matemático creativo más destacado desde que comenzara la enseñanza superior de las mujeres”.
Acabo este post con dos volanderas anécdotas, ambas relacionadas con la inteligentísima pero –sería inútil negarlo-- escasamente agraciada Emmy Noether.
Uno de los severos académicos que la vetó en Gotinga razonaba así la postura colectiva de todos ellos: “¿Cómo vamos a permitir que una mujer sea catedrática no titular? Si llega a catedrática no titular podrá convertirse en catedrática, y por tanto en miembro del claustro universitario… ¿Qué pensarán nuestros soldados cuando regresen a la universidad y se encuentren con que esperamos que sean discípulos de una mujer?” A lo que el gran David Hilbert, amigo y mentor de Emmy, respondió diciendo: “No veo, señores míos, que el sexo de la candidata sea un argumento en contra de su elección como Privatdozent. Después de todo, el claustro universitario no es ningún salón de baños públicos.”
Mucho tiempo después, Edmund Landau (colega y admirador de Emmy, a quien se negaba a describir como hija de Max Noether, ya que, según él, ocurría que, al revés, Max había sido el padre de Emmy Noether, pues ella era el origen de coordenadas de la familia Noether), al ser interrogado acerca de la auténtica valía de aquella mujer matemática, sin duda para no pillarse los dedos respondió sibilinamente: “Doy fe de su genio matemático. En cuanto a que sea mujer, eso ya no podría jurarlo.”
Digo esto porque, en cambio, contrariamente a la opinión manifestada por tanto listorro de cátedra y tanto personaje macho egregio [verbi gratia, don Immanuel Kant, según el cual la probabilidad de que las damas pudieran “preocupar sus lindas cabecitas (sic!) con la geometría” era más o menos equivalente a la de que les creciera barba], y pese a la estúpida, empecinada y fortísima oposición masculina que tuvieron que enfrentar las mujeres en este terreno a lo largo de los siglos, el cultivo femenino de la matemática, aunque cuantitativamente muy inferior al masculino, ha sido siempre en verdad muy persistente y valioso.
Desde la pitagórica Teano (siglo VI a. n. e.) y la legendaria Hipatia de Alejandría (tasajeada viva con caracolas y luego descuartizado su cuerpo por las fervorosas mesnadas cristianas discípulas de San Cirilo en el siglo IV), los nombres de estas mujeres son escasamente conocidos. He aquí unos pocos: Émilie du Châtelet (1706-1749), Maria Agnesi (1718-1799), Sophie Germain (1776-1831), Mary Somerville (1780-1872), Ada Lovelace (1815-1852), Sofía (Sonia) Kovalévskaia o Kovalevsky (1850-91), &c. La aproximación a la biografía de este último personaje, la voluntariosa Sonia o Sofía Kovalévskia, que es quizá la más dotada de todas estas matemáticas, proporciona una muy vívida y cruda idea de lo que supone perseguir apasionadamente una vocación intelectual arrostrando infinidad de barreras sociales casi infranqueables.
El hecho cierto es que en este ámbito, como escribe Simon Singh, “la discriminación institucionalizada contra las mujeres persistió inamovible hasta el siglo XX, cuando a Emmy Noether se le denegó [a poco de empezar la Guerra Europea, en 1915] un puesto como profesora en la Universdad de Gotinga”. Y eso, pese a su evidente valía y a que el mismísimo Albert Einstein había descrito a esta alemana como “el genio matemático creativo más destacado desde que comenzara la enseñanza superior de las mujeres”.
Acabo este post con dos volanderas anécdotas, ambas relacionadas con la inteligentísima pero –sería inútil negarlo-- escasamente agraciada Emmy Noether.
Uno de los severos académicos que la vetó en Gotinga razonaba así la postura colectiva de todos ellos: “¿Cómo vamos a permitir que una mujer sea catedrática no titular? Si llega a catedrática no titular podrá convertirse en catedrática, y por tanto en miembro del claustro universitario… ¿Qué pensarán nuestros soldados cuando regresen a la universidad y se encuentren con que esperamos que sean discípulos de una mujer?” A lo que el gran David Hilbert, amigo y mentor de Emmy, respondió diciendo: “No veo, señores míos, que el sexo de la candidata sea un argumento en contra de su elección como Privatdozent. Después de todo, el claustro universitario no es ningún salón de baños públicos.”
Mucho tiempo después, Edmund Landau (colega y admirador de Emmy, a quien se negaba a describir como hija de Max Noether, ya que, según él, ocurría que, al revés, Max había sido el padre de Emmy Noether, pues ella era el origen de coordenadas de la familia Noether), al ser interrogado acerca de la auténtica valía de aquella mujer matemática, sin duda para no pillarse los dedos respondió sibilinamente: “Doy fe de su genio matemático. En cuanto a que sea mujer, eso ya no podría jurarlo.”